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jueves, 15 de noviembre de 2012

Cuando nuestra voz claudica


Por primera vez, su preocupación parecía justificada y fatal. Por no haber albergado nunca un corazón apasionado, intuía que era tarde ahora para buscar una voz que lo mantuviera vivo; y era ahí donde residía toda su aflicción y su congoja; porque él sabía muy bien que la verdadera muerte siempre se cumplía en labios extraños, en el instante preciso en que se pierde para siempre el eco de nuestro nombre pronunciado por última vez; porque cuando nuestra propia voz claudica, cualquier anhelo es infantil, los sueños ya no alcanzan, y sólo nos queda sobrevivir en alguna boca ajena.
Y ahora, como un desenlace amargo pero justificado, junto al resabio de una existencia tibia y resignada, una casmodia disimulada iba ganando terreno sobre las horas finales. Condenado a respirar su propio hastío, transitaba ahora ─adormecido en el letargo de sus días, y atrapado en en el tedio de ese insomnio de ojos bien abiertos que los mediocres llamaron “vida”─, su sentencia, su silencio, y su agonía.